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MI TESTIMONIO PERSONAL

Nací en 1951. Después fui formado hasta los 12 en la escuela mixta de una pequeña aldea, y obligado a ser internado en un convento religioso desde los 12 a los 14. Y así, con aquella formación (o deformación) académica y espiritual, pasé a ocuparme de lleno en trabajar "pulso firme en la mancera del arado, y tras la yunta" hasta los 21 cuando la Patria reclamó mis servicios militares en Melilla. Y unos años después pasé a ocuparme como Guarda Forestal, hoy Agente Medioambiental, mientras Dios también me sostiene como sencillo testigo de su amor y gracia para el mundo.

Llamado

Tenía 29 años, y había perdido aquella fe católica que años atrás había tenido, y no fue casualidad que entonces topé con un "protestante", y solíamos platicar y discrepar, porque él quería llevarme al Evangelio, y yo le hablaba desde mi ignorancia.

Supe entonces que muchas personas elevaban sus plegarias al Trono de la Gracia en favor mío; y aquellos ruegos algo pesaron delante del Ser Supremo. Y fue entonces cuando en una noche fría de enero, como a la una de la madrugada, y como sin saber porqué ni para qué, yo leía el santo Evangelio de Mateo, y al llegar al capítulo 11 versículos 25-30, en ese pasaje mi ser fue tomado por entero como con una gloria que me alcanzaba. Era como si una radiación me envolviera cuando lo leía y releía.

Y así ocupé unas horas, en las que si leía lo anterior y lo siguiente no pasaba nada; pero al leer y releer esos seis versículos, siempre salía de ellos como una gloria que me embargaba por completo. Y admirado de tan grata y tan extraña experiencia, comprendí de inmediato que Cristo salía a mi encuentro en mi camino a Damasco. Era la llmada de amor y de misericordia que Cristo se dignó hacerme, y a la que de inmediato decidí responder ocupándome en escudriñar las Santas Escrituras de una forma diligente e intensa, para poder entrar cuanto antes a la obediencia de la fe, y así honrar debidamente a aquel Cristo que, aunque entonces no era mi Salvador, de Él tampoco me había desprendido por entero, como lo había hecho de las doctrinas católicas.

La puerta estrecha

Unos ocho meses ocupó el Señor en dejarme bien clara la verdad bíblica, así como las consecuencias drásticas y terribles que caerían sobre mí si rechazaba el Evangelio. Y no había más: “tenía que pasar por la estrecha puerta de la conversión a Cristo”.

Entonces me faltaban dos años y medio aún para ser “hijo de Dios por la fe en Jesucristo” (Gálatas 3:26); y, aunque ya vencidas aquellas pequeñas barreras como son el qué dirán, el abandonar la religión de la familia y otras menudencias con las que Satanás tumba a millones de almas, la verdad es que me faltaba lo más duro para alcanzar la cima, porque el ser malvado se resistía a soltarme, me oprimía y me mantenía maniatado en aquel tiempo tan crucial, cuando yo quería entregarme a Cristo, pero no podía.

Al mismo tiempo, Dios el Espíritu Santo me sostenía; y era asombroso verse uno en medio de aquellas dos presiones: la una era pura, santa, preciosa, y me sostenía; la otra, burda, tosca y sucia, y me dominaba bajo su poder. Y así pasaban los días, lentamente, uno tras otro. Y llegué a temer que incumplía alguna responsabilidad, y, por ello, Dios podría abandonarme y entregarme definitivamente bajo las garras del maligno, por lo que le pedía que no me abandonase, y le rogaba: Sostenme, Señor, y dame fuerzas para entregarme a Cristo.

Cuando sólo faltaban como quince días para que yo entrase por aquella puerta, tan estrecha para mí, la guerra se acrecentaba, y apenas si dormía como una hora, y despertaba con el mismo hervor de ideas que saturaban mi cabeza durante todo el día; y a mi lado también seguían ambas fuerzas antedichas, haciendo su labor cada una de ellas.

Y así, mientras aquella presión satánica y diabólica más me oprimía y dominaba cada día, también el Santo Espíritu de Dios con más intensidad me sostenía. Y yo, en medio de ambas fuerzas, quería entregarme a Cristo, y me decía continuamente “hoy o nunca”, pero en impotencia no podía, mientras transcurría esa quincena, en la que con mayor temor y reverencia seguía rogando a Dios que me sostuviese en la batalla, y me fortaleciese para poder pasar “la puerta estrecha”.

Y llegó el día en el que Dios me fortaleció un poco, justamente lo justo para que yo pudiese arremeter con el problema. Y así, por fin iba a entregarme a Cristo. Sin embargo, aun entonces, aquel malvado ser llegó al extremo del poder con el que Dios le permitió actuar en contra mía, y me hacía ver que yo venía como en un avión mucho más que supersónico, y que me iba a estrellar contra una gran muralla de piedra que él ponía ante mis ojos. Tal fue su poder entonces sobre mi mente, pero no sobre mi voluntad.

Pese a ello, y como la antigua reina Ester (Ester 4:16) me dije algo parecido a lo que dijo ella: “Y si perezco, que perezca”, y dejando doblar mis rodillas, caí a tierra diciendo: “Por fin tuyo,  Señor Jesucristo”, mientras que, asombrosamente, en aquel muro sobre el que yo me veía estrellar y quedar hecho papilla, se abrió una ventana de estilo judío, pasé en volandas por ella lenta y cómodamente, y quedé posado, posado con la suavidad con que se posa un ave, en un amplio jardín todo él de verde césped y con algunos árboles pequeños salpicados y bastante distantes entre sí.

Y allí, solitario e inundado de una paz inimaginable, y considerando que ya estaba en el rebaño del Señor Jesucristo, pude darle gracias y mirar hacia los horizontes de su gloria infinita, y que en su inmensa bondad explayaba ante mis ojos.

Qué hermosa situación fue aquella, cuya paz y bienestar me son del todo inexpresables. Y, a partir de ese momento, el ser maligno jamás ha podido volver a ejercer aquella presión sobre mi vida, porque el Espíritu de Dios, que tanto estuvo a mi lado, entró en mi ser cuando caí de rodillas con mi corazón abierto a Cristo. Y si Dios permitió que la puerta de entrada me resultase un tanto estrecha, los horizontes de su amor me los ha ensanchado a lo infinito. ¡Bendito y precioso Señor, Salvador mío!

Conclusión

Son más de veinte años los que Cristo me ha tenido en su Rebaño, y como a sus ovejas me brinda la oportunidad no sólo de que crea en Él, sino también que padezca por Él (cf. Filipenses 1:29), y así va uno como puede capeando el vendaval “del presente siglo malo”.

Y aunque mi vida adolece de pobreza espiritual, y aunque el polvo y el barro del camino se posan como manto sobre mí continuamente, y aunque los vientos de la adversidad logran dejar en mis ojos algunas pajas, gloria a Dios porque sacó la gran viga de mis ojos, me dio visión nueva, me lavó con la sangre pura de su propio Hijo, dejándome limpio en su presencia para siempre (cf. Hebreos 10:14). El Señor olvidó mi pasado, se hizo cargo de mi futuro, y me cuida y protege continuamente, pues me sostiene y conduce de gracia en gracia, me lleva de triunfo en triunfo, me porta de gloria en gloria.

Y pasan los años y siempre digo igual: “Lo que en verdad es de provecho en mi vida, ha sido mi conversión a Cristo y mi confianza en Él”. Y si luego después de mi conversión disfruté con asombro viendo cómo Él cumplía sus promesas para mí ya en esta vida, más me asombro aún veinticuatro años después, porque, sin que Él haya faltado a su Palabra, también se ha dignado darme más conocimiento y experiencia, y me ha acrecentado y fortalecido aquella fe desde el principio.

Y si grande es el gozo de caminar con Cristo, grande también es la pena que inspiran cuantos siguen los caminos de la perdición eterna. Y cuan bueno les sería si tomasen nota de su situación como pecadores delante de Dios, santo y justo, y también considerasen el tremendo poderío satánico que los domina. Si así lo consideraran, alzarían su corazón implorando misericordia al Ser Supremo, “por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él” (2 Timoteo 2:25-26).

Y aunque el lazo satánico se expresa de mil modos y maneras diferentes, especialmente en los ámbitos de las idolatrías religiosas, y haciendo creer a millones de personas que ese ser tan malvado sin siquiera existe, ahí está Cristo, la única fuente de la vida eterna, con sus brazos de amor abiertos, amando y llamando a los pecadores, a quienes dice: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán” (Lucas 13:24).

Y no podrán porque toman el camino errado de religiones humanas, o el del filósofo engañador, o cualquier otra vía mala.

Es triste que tanto unos como otros no atiendan a la invitación de Cristo, mientras desprecian el llamamiento de amor con el que Cristo en otro tiempo también me llamó a mí: “Venid a mí todos los que estás trabajados y cargados [trabajados de inútiles prácticas religiosas, mientras siguen con la carga onerosa de sus propios pecados, cuyo peso no puede quitar de su espalada ninguna religión, sino sólo el Salvador] y yo os haré descansar.

Llevad mi yugo [su enseñanza y práctica] sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:28-30).

Creemos que:

 

1. Todos hemos pecado. No hay justo ni aún uno (Romanos 3:10)

 

2. Tu pecado te separa eternamente de Dios. Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23)

 

3. Dios repudia al pecado, pero ama al pecador. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosostros (Romanos 5:8)

 

4. Dios ha provisto un Salvador. Porque de tal manera mó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vid eterna (Juan 3:16)

 

5. Creyendo en Cristo, hay salvación para nuestra alma y perdón de pecados. Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo (Hechos 16:31)

 

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