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Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo


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Para tener sed de Dios no es necesario estar sediento y al punto de desfallecer de sed física en un desierto, aunque sin duda que el bendito y glorioso Hijo del eterno Padre conoció esta clase de sed, especialmente en las horas extremas de las angustias de su Cruz, que nos llevan inevitablemente al Salmo 22:15, donde de Él leemos en el anuncio profético que Cristo hizo suyo, y dirigió a su Padre Dios: “Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar”. Esta expresión fue escrita por David unos mil años antes, y predecía la gran seguía que azotaría al bendito Jesucristo cuando tuviese que estar suspendido en el madero de sus tormentos, y cuyo cuerpo para aquel entonces se hallaría muy deshidratado.

Cierto es también que Cristo, en ocasiones de su vida aquí, tuvo otras clases de sed: Sed de echar fuego a la tierra, (Lc. 12:49); sed de agradar siempre a su Padre, (Jn.8:29); sed de acabar su Obra, (Jn. 4:34) no descansando hasta acabarla, (Jn. 17:4); sed de llevar muchos hijos a la gloria, (He. 2:10); y otras muchas clases y ocasiones de sed. Pero, en realidad, el Salmo que tratamos aquí nos habla que su sed era “Sed de Dios, del Dios vivo”, y no sed meramente física, ni de ver cumplidas otras empresas. Sin duda que mantener y gozar la comunión con Su tan amado Padre fue su mayor anhelo en todos sus días. Sabemos que Cristo pasó muchas y largas madrugadas en los lugares desiertos en la más absoluta intimidad con su Padre. Incluso la Escritura nos muestra que la noche anterior al día en que eligió a sus Apóstoles pasó toda la noche orando.

Ahora bien, hay un tiempo en el que resalta el deseo del Hijo en cuanto a anhelar más vivamente la comunión con su Padre Dios, y es en su Pasión y Muerte. Fue cuando el Hijo de Dios perdió la comunión con Su amado Padre, y entonces los tremendos terrores, los padecimientos y espantos de la Cruz fueron para Él un tiempo terriblemente especial, en el cual sus labios benditos dejaron salir un grito con gran poder y vehemencia, y en el Salmo 22:1 y Mateo 27:46 se nos expone en su lengua vernácula la más angustiada y desolada exclamación que en toda la Historia de la Humanidad jamás brotó de ningún afligido corazón en su grito de desgarro:

“Elí, Elí, lama sabactani, esto es:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.

¡Qué imponente e insondable resulta esta expresión, que no puede ser comprendida prácticamente casi en nada de nada por el tan limitado intelecto del ser humano! No obstante, las cosas no habrían de terminar bajo tan espantoso estado, sino que el Héroe de nuestro Salmo -aún en la mayor contrariedad que soportó- vislumbra un amanecer de gloria, y se recrea en él.

Cuán fuerte y duro debió de ser aquel desamparo que el Ser supremo tuvo para con nuestro Redentor, quien “en el desamparo de su Padre veía a su Dios TAN lejos de su salvación, y de las palabras de su clamor”, Sal. 22:1, en tanto era acosado tan vil e injustamente por las potencias infernales que se habían desatado enloquecidas, y en toda furia se descargaban en tempestuosas avalanchas contra Él. […] Los más espantosos sufrimientos del Hijo de Dios fueron el desamparo de su Padre, y cumplir la Expiación bajo aquel desamparo temporal. No fue el anunciado abandono de sus conocidos, amigos y compañeros, (Sal. 88.8 y 18, Lc. 23:49), ni todas las burlas, esputos, bofetadas y puñetazos sobre su Santo Rostro; ni la cruel y despiadada flagelación; ni siquiera la Cruz en cuanto a sufrimientos físicos se refiere.

Fue el desamparo de su Padre; fue nuestro pecado lo que hirió de muerte al Señor, y bajo esa herida le hizo sufrir el desamparo de su Padre mientras realizaba la Expiación. Los sufrimientos morales del Hijo de Dios son incomprensibles por nosotros, y se expanden en la dimensión de una meritoria infinita.

Cristo hizo suyos nuestros pecados para expiarlos bajo el desamparo de su Padre. Por tanto, no es extraño que, desde el leño en el que estaba suspendido el Hijo de Dios crucificado dejase oír con voz de angustia exponiendo y elevando a su propio Padre su grandioso anhelo: “Tengo sed”, Jn. 19:28.

Las mentes humanas, incluidas las más sensibles y penetrantes, apenas pueden vislumbrar unos metros del inconmensurable mar del juicio que Cristo afrontó cuando sufrió la pérdida de comunión con su Padre Dios, y padeció las espantosas iras de la Justicia Legal del Ser Supremo por causa de nuestro pecado humano.

Así Cristo, “el agua de la vida”, cuánta sed padeció para lavarnos del pecado a sus convertidos, para calmar nuestra sed, y para ser la única esperanza y consuelo de valor a nuestro angustiado corazón en el desierto espiritual de este mundo. Con cuánto amor desde su inmensa sed quiso darnos la vida eterna en vez de dejarnos morir de sed eternamente en la fosa pútrida y desértica en la que estábamos caídos. ¡Inmensidades del amor del Calvario!

Estimo que es un pequeño desacierto ver en este Salmo a los hijos de Coré –mucho menos al rey David- sedientos de comunión con Dios, porque en nuestro Salmo debemos ver a Aquel cuya inmensa sed de Dios sobrepasó largamente toda comprensión humana cuando “sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo”, He. 12:3, y tuvo que arder en las llamas abrasadoras del juicio divino por causa de nuestro pecado humano, del cual se había hecho cargo de expiar.

Fue entonces, cuando las densas tinieblas envolvieron la tierra por tres horas bajo el manto de una extraña y densa oscuridad, cuando el Hijo de Dios manifestó desde el madero de sus tormentos: “Tengo sed”.

Qué inmensa sed durante las tres horas de aquella extraña oscuridad, pues no fue impuesta por un casual nubarrón negro y tormentoso de la primavera en Judea, como yo en otro tiempo suponía que habría sido en aquel día, sino que de alguna manera especial Dios hizo que su sol fallase, pues como se lee en pág. 114 de “Palabras y Portentos de la Cruz”, de Gordon H. Girod, Edit. CLIE:

“…se nos dice la causa de aquellas tinieblas, “que el sol se oscureció”. La versión del rey Jaime dice: “El sol fue oscurecido”; y la americana dice: “La luz del sol falló”. El original griego dice algo más fuerte que todo esto. No sólo que el sol fue oscurecido, o que la luz del sol falló, sino que el sol falló, el sol mismo. Esto significa que toda la tierra quedó sumergida en las tinieblas”.

Por algunas razones Dios intervino directamente en el sol mismo, e impuso a la tierra aquella densa y extraña oscuridad seguramente nunca más acontecida que en aquellas tres horas de aquel día tan especial. Una oscuridad que, más que como el luto que algunos comentaristas han expuesto que Dios imponía, se explaya a lo incomprensible por la mente humana. Sin hacer negación de aquel luto, también aquella extraña y densa oscuridad fue implantada para que en tan extrañas y tan densas tinieblas más refulgiese “el Sol de Justicia, que en sus alas traía salvación”, Mal. 4:2, y más brillase esplendente el que dijo ser “la Luz del Mundo”, Jn 8:12, cuando estaba suspendido del leño en que la vida dio.

Cuán gran sed soportó el Hijo de Dios suspendido entre el cielo y la tierra con brazos de amor abiertos como el Mediador único entre el Dios santo y justo y la Humanidad perdida, (1 Ti. 2:5), sobre la que reinaba la mayor oscuridad espiritual cuando era la hora de manifestarse más sórdidamente la iniquidad del mal, pues como Cristo había dicho poco tiempo antes: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”, Lc. 22:53.

Eran las tinieblas espirituales; aunque Dios quiso que también se manifestasen las tinieblas físicas haciendo que “su sol fallase” y se hiciesen patentes en su negrura para que, en aquella tan extraña como imborrable escena del Calvario, el Sustituto y Mediador del Nuevo Pacto sellado en -y con- su propia Sangre, dejase saber en medio de las densas oleadas de calor terrible cuando los abrasadores fuegos del juicio divino por causa del pecado humano caían sobre Él: “SED TENGO”. Quiera el Señor hacernos aprender más de estas lecciones.

SALMO 42: EL SALVADOR Y SU SALVACIÓN. Capítulo III: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Páginas 20-23.

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Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.                                                       Juan 1:12

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