Cristo sana leprosos
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“Vino a Él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. Y así que Él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquel, y quedó limpio. Entonces le encargó rigurosamente, y le despidió luego, y le dijo: Mira, no digas a nadie nada, sino ve, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés mandó, para testimonio a ellos. Pero ido él, comenzó a publicarlo y a divulgar el hecho, de manera que ya Jesús no podía entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en los lugares desiertos; y venían a Él de todas partes”, Mc. 1:40-45.
De esta lectura notamos aquí algunos detalles que resaltan. Vemos una persona declarada leprosa por el sacerdote; la lepra entonces era una muy temible enfermedad contagiosa, por lo que este hombre no podía estar en sociedad, sino ubicado en los límites de una leprosería. Pero rompió las barreras buscando la ayuda en Cristo. Las gentes se apartarían espantadas de él. También “dobló su rodilla delante del Señor”. Seguidamente con humildad, con respeto confianza le dijo a Cristo: “Si quieres, puedes limpiarme”. En verdad creía que Cristo podía darle la sanidad.
La respuesta del Señor fue inmediata, porque el Santo Ser tan misericordioso y compasivo: “Tuvo de él misericordia”, como hoy tiene para con los que acuden a Él con fe buscando la sanidad espiritual, el perdón de pecados para sanar del cáncer del alma. Así el Señor fue a la raíz del mal, y sin temor al contagio: “Tocó la lepra con su mano, y la enfermedad se fue de él”. ¿Qué asombro; qué maravilla! A muchos nos gustaría ver por video aquella escena milagrosa
LA LEPRA DE PECADO. La muchedumbre, en general, no parece darse cuenta del gravísimo cáncer llamado pecado (desobediencia a Dios) que ha alcanzado a la Humanidad, mientras los días se suceden sigilosos, pues como escribió Moisés: “Acabamos nuestros años como un pensamiento”, Sal. 90:9, sin dar importancia a tamaño asunto. Pero si Cristo no nos sana de esa lacra, ¿podríamos librarnos de ella? ¿Acaso mediante prácticas religiosas, humanitarias y/o sociales? Utopías aparte, pues si el hombre hubiera podido salvarse por sí mismo con prácticas religiosas, humanitarias y/o sociales, “¿para qué habría muerto Cristo?”, (Gá. 2:21)
Tratamos de un asunto muy solemne: “El pecado”; y es tan malo y consecuente que para librarnos de él y de su poder se precisó que Cristo viniese a este mundo de miseria y muerte, nos instruyese con su Evangelio de Gracia, y se enfrentase a la tarea de la Expiación del pecado para poder redimirnos, sanarnos, y llevarnos a su palacio celestial “hechos perfectos para siempre”, (He. 10:10-14), a su cielo de gloria, a su misma Presencia como hijos redimidos y muy amados por la Eternidad.
Ser librados del pecado y de sus consecuencias de trascendencia eterna es infinitamente más importante que ser sanados de una grave enfermedad física. ¡Y qué no daríamos muchos de nosotros por ser sanados de algún grave mal que nos afectase! Pero en cuanto al cáncer de pecado, parece que una solemne dopagia posa y reposa sobre gran parte de la Humanidad, que duerme atembada la noche de su tiempo.
DEBEMOS IR A CRISTO. Aquel leproso era un proscrito que no podía estar en sociedad, sino apartado de ella para no contagiar a nadie; pero él, sin haber sido invitado, rompió barreras y se presentó junto al Señor, quien no tuvo reparo en tocar su propia lepra para sanarlo, sin que la lepra le alcanzase a Él.
Cuán diferente del leproso se obra hoy, pues muchos enfermos espirituales del siglo XXI, aún siendo llamados por Cristo, hacen sordo oído a la llamada de misericordia que el Salvador de los pecadores hace, diciendo y prometiendo: “Venid a mí…, que yo os haré descansar”, Mt. 11:28.
Cuán grave hecho es rehusar la amorosa invitación que hace el Santo Rey, y seguir bajo pecado. Más aún, pues de este modo se añade otro pecado muy grave al menospreciar al Santo Ser que nos ofrece por gracia la sanidad espiritual, y el amor y la paz de Dios y con Dios por el tiempo infinible de la Eternidad.
TESTIMONIO DE LA PERSONA SANADA. Cuánta sería la alegría de aquel cuya lepra fue quitada de su cuerpo por el poder de Cristo. Qué paz y qué contento bulliría en su alma. ¿Con qué amor y gratitud miraría al Señor Jesús? Aquel hombre, aunque el Señor le encargó rigurosamente: “Mira, no digas nada a nadie”, no podía cerrar su boca, sino que por donde iba proclamaba al Médico Divino que lo había sanado.
RESPONSABILIDAD PERSONAL DEL INCONVERTIDO. Dios nos ha dado libertad para conocerle y amarle. También podemos dejarle relegado y pospuesto, cuando no pisoteado y escupido, como si fuese un donnadie, que es lo que se hace hoy, porque muchos en su orgullo y altivez quieren que Dios se someta a ellos, en vez de someterse ellos mismos bajo las demandas de gracia que el Ser Supremo ha impuesto para salvar a los perdidos.
Nuestro texto finaliza diciendo: “Y venían a Él de todas partes”. Unas personas acudían a la presencia de Cristo buscando salud física; otras esperando verle hacer algún portentoso milagro; otras quizá por la curiosidad de conocerle, etc. Hoy también unos acuden para ofrecerle sus feas religiosidades pretendidamente meritorias; y otros por otras razones; pero, ¿quiénes van con la fe de aquel leproso, para que únicamente “por Su bondad” les sane del cáncer o lepra de sus pecados? “Venid a mí…, que yo os haré descansar”, Mt. 11:28, es la invitación a la Vida de la gracia que Cristo el Señor sigue haciendo. Y qué, lector, ¿acudirás o no a Su llamada de misericordia?
Ninguna persona religiosa imite al sapo de la charca, diciendo: “Aquí murió mi padre; aquí murió mi abuelo; y aquí yo muero”. Que no, señor sapo, que el mundo es más amplio que su charca.